COVID-19: ¿por qué tenemos miedo?

El miedo, que sirve para procurar protección, puede también ser una amenaza en sí mismo. La aflicción ofusca, y como ya hemos visto, puede llevar a decisiones equivocadas. Una vez que el miedo rebasa cierto límite no es posible controlarlo; en estado de pánico la razón ya no es efectiva para modular nuestra conducta. En estos días, asolados por la pandemia, hemos sabido de historias que parecen inexplicables: la conducta agresiva con que algunas personas atacaron a médicos y enfermeras. El miedo al contagio les hizo ver el peligro inmediato sin pensar que a quienes atacaban podrían ser las personas salvadoras en una futura infección. Tal conducta irracional se comprende, aunque de ninguna manera se justifique, si recordamos otro fenómeno conocido, el caso de una persona que llevada por una corriente de agua se aferra con desesperación a un nadador que va al rescate, lo sumerge sin entender razones y lo ahoga; los dos perecen en el percance.

Alarma constante

Entender cómo funciona el miedo puede ayudar a mejorar nuestro desempeño en situaciones críticas. En los ejemplos anteriores se ha dicho que nuestras reacciones de temor nos hacen parecer animalitos. Debe quedar claro que no parecemos, somos animalitos. Ante una amenaza súbita el organismo reacciona en un instante y, sin que la voluntad participe, prepara a todos los órganos y sistemas necesarios para huir o defenderse. El animal actúa por instinto para sobrevivir. No se puede esperar una conducta “razonable” ante lo inminente de un ataque a la vida. Si el peligro no se concreta pronto habrá tiempo para que la razón participe; con la experiencia previa se puede evaluar la magnitud, condición, circunstancias y duración del peligro. El raciocinio estará en condiciones de atemperar la respuesta automática del miedo. Ahora bien, si la corteza cerebral no tiene información suficiente, o no logra una explicación contrastando con otras experiencias para inferir lo que ocurre, los mecanismos de alarma siguen activos.

Mantener un estado de alarma constante desgasta al organismo. Quien está asustado no duerme, no come, su presión arterial se mantiene elevada. El miedo libera hormonas que modifican la respuesta emocional, terminan provocando depresión y afectan al sistema inmune dejando expuesto al organismo a infecciones y otras enfermedades. Con la depresión, se abandona la lucha por sobrevivir, ya nada importa, y se puede llegar al extremo del suicidio. Ahora podemos entender mejor que para evitar un peligro que sobrepasa cualquier esfuerzo, como el caso de un edificio en llamas, impulsivamente alguien se lance al vacío. O que una amenaza constante y ambigua cause ansiedad permanente y se intenten medidas desesperadas, o mágicas, que sean inmediatas. También hay quien, ante un peligro ambiguo, prefiere pensar que no pasa nada y cerrar los ojos ante la evidencia de amenaza.

Es lo que ocurre ahora en la pandemia de la COVID-19. Es una amenaza, una enfermedad que puede ser mortal; la produce “algo”, un virus, que ni siquiera podemos ver; es muy misteriosa, la puede transmitir alguien que parece completamente sano; dicen que mata solo a los viejitos, pero se han muerto jóvenes también; no hay una cura efectiva, nada qué hacer, parece que solo hay que resistir; los servicios médicos ofrecen algunos medios de sustento, como el respirador, quien tenga fortaleza suficiente saldrá adelante… ¿y si no? Parece una lotería macabra. Algo está claro: lo mejor es no contraer la enfermedad. ¡Prevenir es la medicina más eficaz! Hay que aislarse y seguir todas las medidas de higiene. Pero no hay garantía. Difícilmente se puede pensar en una amenaza más ambigua, más incierta. Las preguntas que nos hacemos producen más incertidumbre, pensamos que las consecuencias futuras de la pandemia podrían ser peores, pero la angustia de hoy es la amenaza que nos desgasta.

La necesidad del conocimiento

La primera respuesta ante una amenaza es automática, involuntaria y genera conducta impulsiva que no siempre es la mejor. Huir, como hacen todos los animalitos, en este caso es contraproducente. Razonar para modular los mecanismos del miedo, es mejor. Para que la razón haga lo suyo debe haber información. Pero en las situaciones inéditas, como es esta pandemia, no siempre tenemos esa información o esta es insuficiente o incorrecta. En consecuencia nos hemos dado a la tarea de intentar obtenerla de manera impulsiva, a tropezones, y de donde venga sin importar su veracidad ni su utilidad. De ahí que la mayoría de la gente no solo acepta, sino que contribuye a difundir información falsa (fake news), irrelevante o contradictoria, lo que aumenta la incertidumbre. Ante el bombardeo actual de datos especulativos, que no pueden ser contrastados con la realidad, seremos incapaces de modular la respuesta del miedo.

La información que requerimos para atemperar los temores debe ser confiable, ya sea porque la hemos corroborado con la experiencia propia o porque proviene de fuentes autorizadas, es decir, que se basa en un saber adecuado para adaptarse a la realidad circundante. Un mayor conocimiento organizado, que puede contrastarse con la realidad, permite implementar medidas que nos protejan ante la adversidad, que siempre será incierta.

Publicado en No. 259 revista ¿Cómo Ves?