La ciencia en tiempos de contingencia

En medio de la crisis mundial por la pandemia de COVID-19, ha circulado abundantemente una ilustración que resume, en forma clarísima, algo que todos los ciudadanos deberíamos tener muy presente.

La viñeta –firmada por “mariani”– muestra un profesor frente a un pizarrón que muestra gráficas de funciones exponenciales. Un alumno, con cara aburrida, le comenta a su compañera: “Como si algún día fuéramos a usar esta basura”…

Y tiene razón. En tiempos “normales”, cuando todo marcha razonablemente bien en nuestras sociedades –o al menos cuando no marcha peor que de costumbre– hay muchas cosas que parecen irrelevantes. Entre ellas, el conocimiento científico.

Pero esto es una ilusión cómoda, provocada precisamente, por la buena marcha de los mecanismos e instituciones (sociales, políticas, económicas, legales, sanitarias y sí, científicas) que permiten que las comunidades y los países funcionen sin tropiezos, con relativa eficiencia, y que cada quien pueda seguir su vida sin mayores sobresaltos.

Es cuando ocurre una crisis –de salud, económica, una guerra, un terremoto, la erupción de un volcán, un tsunami– que los mecanismos de la sociedad se trastornan y que muchos nos damos cuenta de que existen. Y uno de los componentes fundamentales de estos mecanismos, y que está detrás de su existencia misma, es la ciencia.

La investigación científica rigurosa, y el conocimiento confiable que produce, es probablemente la mayor herramienta cultural de que dispone la nuestra especie. La ciencia es una herramienta que se ha ido perfeccionando a lo largo de siglos. En ese trayecto, ha acumulado una enorme capacidad de corregir los errores, sesgos y autoengaños a que somos tan proclives los humanos.

La ciencia y su asociada, la tecnología, han sido dos de las principales fuerzas civilizatorias en la historia de la humanidad. Nos han dado avances que, colectivamente, han mejorado la calidad de vida de millones y millones de ciudadanos de todos los países del mundo.

Entre muchísimos otros, las medidas más básicas de higiene como el lavado de manos y el drenaje; las vacunas y antibióticos; las telecomunicaciones globales; los transportes que nos permiten trasladarnos en horas al otro lado del mundo; las computadoras, internet y redes sociales que nos mantienen constantemente conectados; los telescopios, satélites y naves espaciales que nos permiten estudiar, acercarnos y visitar los astros a nuestro alrededor…

 Y por supuesto, el saber médico-científico que nos permite entender el surgimiento de nuevos agentes infecciosos, como el coronavirus SARS-CoV-2; cómo éstos pueden dar lugar a brotes pandémicos como el COVID-19, y cómo a su vez éstas se pueden transformar en pandemias. El conocimiento médico, basado en evidencias y obtenido por medio del estudio científico metódico, riguroso, que nos informa de los daños que el virus puede causar en el sistema respiratorio de los pacientes que infecta, y nos ayuda a buscar –con urgencia, pero sin perder el rigor– posibles tratamientos y vacunas. Los modelos y predicciones epidemiológicas que nos ayudan no sólo decidir qué medidas urge tomar en cada etapa, sino prever, con buen grado de confiabilidad, los escenarios posibles, para prevenirlos y disminuir al mínimo posible los daños a la salud de los ciudadanos, y las inevitables muertes que cada sociedad enfrentará. Sin olvidar a ciencias como la economía, la demografía y otras que nos indican los daños económicos y sociales que la pandemia está ya causando,  las mejores maneras de disminuirlos y remediarlos.

 Es gracias a la ciencia que sabíamos que una pandemia como ésta podía surgir en cualquier momento (y que habíamos tomado medidas para prevenirla, como el sistema global de detección y alerta epidemiológico). Es gracias a la ciencia que detectamos el momento en que surgió, valoramos el daño que podía causar, y supimos qué medidas convenía tomar. No necesariamente esas medidas se han tomado a tiempo, o correctamente, pero el conocimiento estaba ahí. Y será, indudablemente, gracias a la ciencia que lograremos hallar los tratamientos, vacunas y demás medidas que salvarán miles de vidas y permitirán poner fin a la crisis.

 Quizá lo que hace falta es que los ciudadanos en general, los que no forman parte de la comunidad científica y médica –incluyendo a los gobernantes, empresarios y tomadores de decisiones– tuvieran a su disposición, como parte de su visión del mundo, el conocimiento científico básico sobre lo que sucede, y los criterios para aplicarlo: para interpretar adecuadamente lo que ocurre y tomar decisiones eficaces para enfrentarlo. Lo que podríamos llamar una cultura científica, que a su vez forme parte de la cultura general de nuestros pueblos.