El duelo post COVID-19: “una pena compartida es media pena”

El duelo es una experiencia “tan traumática como herirse o quemarse gravemente”, señala George Libman Engel, psiquiatra que integra la dimensión psicosocial a la medicina. Jorge Gómez Gude, especialista en la muerte de los adultos mayores, precisa que no es un estado ni una enfermedad, sino un proceso individual y de duración variable. Sus características dependen de factores como la cercanía con la persona fallecida, el tipo de muerte y la forma en que es comunicada, la cultura en torno al duelo y el contexto social en el que se da el acontecimiento, además de la personalidad y recursos emocionales de cada persona para afrontar la pérdida.

Cuando se evita el proceso de duelo, se oculta el malestar físico y reprimen las emociones que genera, sus efectos se acumulan en el interior y detonan una crisis general. Crisis de pánico frecuentes que desestabilizan los procesos corporales y que ocasionan que las personas descuiden sus necesidades más elementales para la supervivencia. En lo psicológico, la ansiedad, depresión y estrés causados por el duelo se prolongan, causando la disolución de las relaciones personales e incluso la pérdida de la memoria o del sentido de vida.

Una pena compartida es media pena

Cuando una persona muere, los roles se reacomodan. A pesar del dolor, el espacio que ha quedado vacío debe ocuparse. Al instante mismo de la muerte, se asume un rol en el entornos del fallecido. Quién realiza los trámites legales, quién dispone los rituales, quién se hace cargo de la familia o es el sostén emocional. Grissel Concha Anaya especifica que las emociones del duelo están definidas a partir de estos roles y están determinadas hasta por género: “Las mujeres tienen permiso de estar tristes, pero no enojadas. Los hombres pueden estar enojados, pero son cuestionados si están tristes por periodos prolongados”.

Se dice que “una alegría compartida se convierte en doble alegría, y una pena compartida se vuelve media pena”, pero ahora puede ser la reacción de los demás lo que complica el proceso de duelo. Cuando la persona muere de coronavirus, aunado a los roles sociales, hoy la familia sufre el estigma de la causa de muerte: “Cuando alguien dice que su familiar falleció de coronavirus ve en los demás una expresión de miedo, y no estamos acostumbrados a eso”, explica Concha Anaya.

Cuando el diagnóstico de la muerte es covid-19 hay dos reacciones: “Fui irresponsable contigo y yo provoqué tu muerte” o, por el otro lado, “no perdono que te hayas expuesto de esa manera y que hayas muerto”. En el primer caso se experimenta culpa, en el segundo, rabia. Y a veces hasta se culpa a otros. Como resultado los dolientes construyen en su mente fantasías de futuro, escenarios imaginarios en los que su familiar no muere o en los que ellos diseñan cómo debió suceder. Es un modo de evadir la realidad que pronto trae consecuencias. Impide que la culpa y la rabia sean liberadas para iniciar el duelo.

Los rituales funerarios son los que ayudan al doliente a salir de la fantasía. Laura Yoffe, promotora de la psicoterapia corporal y orgánica, escribe en un artículo sobre ritos funerarios que “hay definiciones culturales en relación con las emociones particulares del duelo”, una manera de asimilarlas, contenerlas y comunicarlas. Pero ahora la sociedad enfrenta dos problemas: el distanciamiento social y la negación. 

La sana distancia física se puede convertir en distancia social; más aún, en aislamiento. Igual que en la década de 1970 las personas con el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) experimentaban una muerte social, antes que la muerte física, por miedo a un virus mortal. O como en los lugares con minorías migrantes, cuyas diferencias culturales los obliga a sufrir en silencio, porque su expresión del duelo es una amenaza para los otros y algo fuera de lugar. Como ahora con un virus amenazando en, prácticamente, todo lo que hacemos.

Al ritmo que crecen las cifras es difícil asimilar que “mi vecino de enfrente o el familiar del niño que iba con mi hijo a la primaria han muerto”, ejemplifica Grissel Concha Anaya. Las personas han activado la negación como un mecanismo de defensa. Incluso en las colonias donde la participación en velorios o novenarios es tan importante, la gente se siente superada. No pueden acompañar, sienten que no deben estar o simplemente deciden no involucrarse. Dan sus condolencias y se van.

Ahora vivir el duelo es complicado. En el México se han perdido más 92 mil vidas a causa de la covid-19, pero lo más doloroso es que en la mayoría de los casos las personas no han podido acompañarse.

Los primeros estragos del duelo durante la pandemia pueden ser la ansiedad y depresión agravadas. También que, tras sufrir la pérdida, las personas reaccionen rompiendo el confinamiento o experimentando un miedo incontrolable a salir a la calle. En ambos se manifiesta el deseo de huir de una realidad que es inminente.

Thomas Lynch, poeta y embalsamador estadounidense escribió en El enterrador que “es más fácil llorar la pérdida que vemos que la que imaginamos”. ¿Será mejor ocultarlo todo para estar acorde con la situación? Eso no es posible. El duelo es inevitable; el problema es que esta nueva normalidad no tiene nada de normal.