Números para una pandemia: ¿qué es y cómo disminuir el ritmo reproductivo del COVID-19?

Los que hemos visto la excelente película Contagio tuvimos la oportunidad de familiarizarnos con el concepto de ritmo reproductivo básico, o R0: una medida que permite estimar el número de casos secundarios producido por un caso primario durante su periodo infeccioso cuando la población es mayoritariamente susceptible de padecer una enfermedad. Es decir, el ritmo reproductivo básico predice el número de personas que cada paciente contagiará. Supongamos que estamos ante una infección con un R0 de 2: cada persona infectada contagiará a otras dos personas antes de recuperarse o morir. Una enfermedad con esas características se comportaría de manera muy semejante a lo que describimos líneas arriba, duplicándose cada cierto tiempo. Una infección con un ritmo reproductivo básico menor que uno tenderá a autolimitarse y extinguirse; en cambio, las que tengan R0 más elevados serán más transmisibles, y, por lo tanto, más perdurables.

El ritmo reproductivo básico no es útil para evaluar el peligro de una enfermedad. Infecciones que produzcan poco o ningún síntoma, que no afecten a largo plazo la salud, pueden tener R0 muy elevados, sin que eso nos preocupe. La mayoría de nosotros hemos entrado en contacto con Pneumocystis jirovecii, un hongo que suele infestar los pulmones sin causar molestias… excepto en personas con deficiencia inmunitaria. Es probable que en cualquier momento dado hasta 20% de los adultos sanos tengan sus pulmones colonizados por ese hongo, y que jamás lo noten. Grande o pequeño, el ritmo reproductivo básico de la infección por P. jirovecci no tiene que ver con la gravedad de la infección. 

Es importante entender que el R0 no es un atributo del agente infeccioso: no es algo que los bacteriólogos o virólogos puedan conocer en sus laboratorios analizando al microorganismo causante de una infección. Más bien, el ritmo reproductivo básico es un resultado de la interacción entre el agente infeccioso y la población a la que infecta. Y ni uno ni otra son inmutables. 

Si una infección mata a muchas de las personas que la padecen, o si produce inmunidad perdurable, el número de potenciales de nuevas víctimas del agente infeccioso (la población susceptible) disminuye de manera continua mientras dura la epidemia. En algún plazo, corto o largo, la epidemia terminará. El R0 dejaría de ser útil: Los ritmos reproductivos ya no serían «básicos»; pasarían a ser secundarios, derivados del hecho de que la población susceptible disminuye continuamente, por lo menos en un primer momento.

Se ha calculado que la infección por SARS-CoV-2 tiene un ritmo reproductivo básico de entre 2 y 3. Impresiona bastante saber que cada paciente contagiará con toda probabilidad a otras dos o tres personas. Sin embargo, el impacto de la pandemia queda mejor expresado por la proporción de los pacientes susceptibles que serían infectados en ausencia de medidas de mitigación. Existe una fórmula sencilla para calcular esa proporción: 1-1/R0

El porcentaje de la población mundial que enfermaría, en ausencia de medidas de mitigación, antes de que la epidemia comenzara a desvanecerse es 50 a 67%. 

¿Cómo disminuir el ritmo reproductivo de la infección?

Si tuviéramos la certeza de que padecer COVID 19 produjera inmunidad perdurable o permanente, y si dispusiéramos de tratamiento efectivo, seguro, tolerable, accesible, barato y abundante, podríamos estar tranquilos: trataríamos a tiempo a todos los enfermos, acortaríamos su enfermedad a la vez que disminuiríamos la mortalidad y las secuelas, y podríamos esperar confiadamente a que la inmunidad permanente produjera la masa crítica de personas inmunizadas para abatir la epidemia. Ese no es, ni remotamente, el caso. 

Si contáramos con una vacuna que cumpliera con esas mismas condiciones, podríamos aplicarla masivamente y erradicar de tajo la pandemia. Pero no parece probable que eso suceda, siendo sumamente optimistas, antes de 18 o 24 meses.

Para la mayoría de los países y poblaciones, la opción de una restricción absoluta a los viajes cortos y largos, parece no sólo poco realista, sino también extemporánea. Algunos modelos predicen que esa aproximación es, aun si fuera factible, poco efectiva: si dentro de los territorios «clausurados» la movilidad individual se mantiene sin cambios, muy pronto la totalidad de los individuos dentro del territorio estaría afectada. Además, es inevitable que en algún momento alguien salga de las áreas geográficas confinadas, con lo que la estrategia completa fracasa.

La opción «hacer nada» es inaceptable desde cualquier punto de vista. Sólo hay que pensar en la catástrofe que representaría una enfermedad que afectará al 60% de una población, incluso aunque su mortalidad fuera tan baja como 1% (no somos tan afortunados). 

Parece que, en este momento, sin tratamiento específico, sin vacunas, y sin la opción de clausurar extensiones territoriales, la única aproximación efectiva es la restricción individual y voluntaria de la movilidad. Una hermosa simulación publicada por el diario estadounidense Washington Post lo muestra de manera contundente: si una proporción importante de los ciudadanos decide voluntariamente restringir su movilidad, podríamos llegar al punto de abatir la epidemia. Pero aún si eso no fuera posible, hacer más lenta su diseminación ya sería una ganancia indiscutible. 

La decisión individual es fundamental para que esta estrategia funcione. La recomendación ha sido repetida una y otra vez, pero no sobra recordarla aquí: ¡Quédate en casa!